(Basado en la idea del cuento “La Paciencia de la Tierra” de Tomás Salvador).
El calor era muy intenso. Mi ideal en la próxima hora de vida era estar sentado frente a una cerveza bien fría y un coctel de mariscos. Sin embargo, tenía que cumplir con la jornada y terminar con la zona como agente para obtener los datos del Censo Agropecuario.
Llamé a la puerta de la pequeña casa de teja y bajareque. Un anciano con sombrero de Tierra Caliente salió. Lo saludé y le mencioné mi misión, y él de manera cordial me ofreció una de las dos sillas que sacó de la casa. “Aquí estaremos en lo fresco” comentó. Me ofreció un vaso de agua al que me negué respetuosamente pensando todavía en aguantar un poco más para hacer juego de garganta con la cerveza.
A cada una de las preguntas del cuestionario el anciano respondió rápida y claramente, lo que me permitió desocuparme pronto. Después de agradecerle su tiempo, ya a punto de retirarme me dijo: “Antes de irse permítame decirle algo. A nosotros los viejos lo único que nos queda es hablar. Usted es gente de ciudad y tal vez no lo entienda” –el anciano se agachó, tomó un puño de tierra y lo acercó a su arrugado rostro- “¿Lo ve? es del mismo color que mi piel, en esta misma tierra sembraron nuestros antepasados, los de usted y los míos, con la ayuda de esta tierra se alimentaron nuestros abuelos. ¿Y cómo le agradecemos a la tierra? Le ponemos explosivos, la cubrimos con pavimento, la llenamos de plaguicidas y fertilizantes químicos, le matamos a sus hijos los árboles, la quemamos, la tapamos con montones de basura”
–el viejo me estaba dando un obligado discurso en el momento justo que mis tripas chillaban de hambre y sed- “¿Y sabe qué pasará pronto?” –Continuó el anciano-, “la Naturaleza se vengará.
Falta poco para que llegue el momento en que sembraremos y nada cosecharemos, que la tierra no nos responderá. Entonces comprenderemos el daño que le hemos hecho y vamos a querer regarla con lágrimas de arrepentimiento… pero será muy tarde. Sí, para ese tiempo la paciencia de la Naturaleza se habrá agotado y empezará su venganza. No habrá pastura para nuestro ganado, ni cereales para nuestros hijos, y poco a poco moriremos de hambre”.
El tiempo pareció detenerse. Las últimas palabras del viejo campesino me habían dado una fuerte sacudida. Las tremendas frases futuristas se habían quedado grabadas en mi mente. Mis deseos de cervezas y mariscos habían desparecido como por arte de magia. Yo había comprendido el mensaje de ese hombre de campo, el fondo de su discurso, la idea que escondían sus palabras. Sí, el anciano quería decirme que la Naturaleza es infinitamente paciente, que nunca se vengará mientras haya una mano que siembre y recoja el maíz y el frijol, que ella corresponderá la fe a la mano que ponga una semilla en la tierra, que ella nunca nos destruirá, que seremos nosotros con nuestras guerras, con nuestros pesticidas, con nuestro progreso no planeado, con nuestros odios y envidias los que nos destruiremos. Y yo no quiero que esto suceda, ni en esta generación ni en ninguna otra.
Quiero que el ritual continúe, quiero ser parte de la paciencia de la Naturaleza.
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