La fuerza de una presencia extraña en la habitación me despertó. Levanté mis setenta y siete años de la dura cama y encendí la luz.
Ahí estaba, viéndome sin ojos, vestida con una sotana café como de la orden franciscana. Curiosamente no sentí miedo, hacía ya varios años que la esperaba, creo que más bien sentí una especie de relajamiento al descubrirla.
Abrió la quijada inferior y a través de esos dientes al descubierto la Muerte dijo: “Te queda poco tiempo de vida, tienes que hablar con ella, tienes que perdonarla… Y tienes que perdonarte a ti mismo”.
¿Qué era poco tiempo para la Muerte? ¿Un día, un año, cuánto? Preguntárselo era estúpido, su respuesta seguramente sería una fuerte carcajada. Solo me limité a contestarle: “Gracias por avisarme. Seguiré tu consejo, hoy iré a buscarla”.
Me dirigí al escritorio y busqué en el cajón superior el papel con la información conseguida por un investigador privado. La dirección y la ciudad donde vivía ella ahora estaba escrita perfectamente a máquina. “Vive con su hija y con su nieta, el yerno murió en un accidente”, me dijo el investigador. Volteé para mostrarle el papel a la Muerte pero ella ya se había marchado.
Cuánto orgullo falso acumulado, cuántos años de supuestos triunfos sobre el amor, cuánto dolor almacenado en cerebro y corazón.
Cuarenta años hacía ya de mi fuga ante esa declaración que taladró mis oídos: “No puedo corresponderte porque estoy embarazada”, dijo con un llanto reprimido. No pedí explicaciones, no pregunté por el nombre del padre, al fin y al cabo yo había sido el que me acerqué, y me adjudiqué toda la culpa de la ilusión. Escapar, poner distancia de por medio había sido mi receta para purgar mis sentimientos. Cuarenta años de vivir en una absurda penitencia, haciendo mucho dinero y seguir siendo pobre, llegar a la vejez con todo lo material que se puede comprar en este mundo y no sentir satisfacción.
Ahora la Muerte me recomendaba lo que tal vez yo en el fondo quise hacer al día siguiente de esa desafortunada confesión. Tuve que esperar cuarenta años para escuchar la puntillosa frase de la Muerte para pasar a la acción. ¿Me reconocería? ¿De manera amable me pediría retirarme de su casa? ¿Iría yo a producirle un desasosiego innecesario al aparecer en el final de nuestras vidas? ¿No parecería yo un viejo ridículo a los ojos de su hija al escuchar mis palabras de perdón?
Al día siguiente por la noche llegué frente a la puerta de su casa. Por un momento pensé otra vez en huir. ¿Por qué debía yo interrumpir ahora la tranquilidad de su hogar? Sin embargo, la Muerte tenía sus razones para sugerirme la visita, supongo que quería venir por mí cuando en mi alma hubiera ya paz.
Toqué nervioso a la puerta. Al abrirse, me deslumbró momentáneamente la luz del interior. Poco a poco mis ojos reconocieron ese rostro ahora con arrugas que le daban un aire de elegancia. Su pelo cano estaba perfectamente peinado. La juventud de alma todavía desbordaba por sus brillantes ojos. Con una simple frase abrió la resistencia de mis lágrimas, como si cuarenta años nunca hubieran pasado, existido; como si las heridas solo fueran producto de la imaginación. Sonrió al verme y dijo: “Pasa, he estado esperándote”.
Por Rafael Lobato Castro
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