Es la cuarta ocasión que visito Zihuatanejo, y aunque es un lugar muy popular entre los viajeros que gustan de sol y playa, ya le he conocido casi todo, excepto esos lugares de “rompe y rasga” que oculta el destino: casas de citas, cantinas ilegales y table dance. Pues sí, soy un viajero morboso que está aburrido de los hoteles cinco estrellas y de los tours “conoce Europa en cinco días”. No soy un turista, incluso odio que me digan en un resort: “Señor Treviño. Espero que se sienta como en su casa”. Pero a mí, ni siquiera me gusta tender la cama.
El día que llegué a Zihuatanejo con mi familia pensé que tendría que soportar el estilo de vida de un turista “Godínez” que se deja sorprender por todo lo que está fuera de su oficina. Sin embargo, mientras un predecible atardecer enmarcaba el momento, recordé que hay un lugar realmente bajo y ruin. Se trata de “El Partenón”, la casa de playa de Arturo Durazo Moreno, El Negro Durazo, como le decían a quien fuera jefe de la desaparecida DGPyT (Dirección General de Policía y Tránsito) de la ciudad de México, que en la década de los 70 y 80 institucionalizó la delincuencia gubernamental del país.
Guardaespaldas de primaria
Amigo de primaria de los ex presidentes Luis Echeverría y José López Portillo, dicen que El Negro “le hacía el paro” a Echeverría contra los chavales que le aplicaban dosis de bullying en el baño. Desde allí, Durazo supo que escalaría peldaños políticos rápidamente. Y así fue, con los años comenzó a trabajar en la burocracia política, pasó de ser un empleado del Banco de México, a Inspector de Tránsito; de agente de la Dirección Federal de Seguridad, a coordinador de las “Brigadas Blancas”, la agrupación gubernamental encubierta que reprimía los movimientos políticos y sociales de los años 60 y 70 durante la Guerra Sucia. Durazo conocía al monstruo desde las entrañas. Su poderío creció como la hiedra, todo lo que se ponía a su paso era devorado por su hambre de poder.
Para 1976, cuando su amigo López Portillo fue presidente de México y lo colocó al frente de la Dirección General de Policía y Tránsito, Durazo se convirtió en el enemigo público de México. En menos de tres años adquirió -mediante prácticas de corrupción, extorsión, robo y asociación delictuosa con líderes de cárteles del narcotráfico y la mafia en México- lujosas mansiones, joyas, autos, armas y un estilo de vida sin límites, el cual fue regido por su adicción al alcohol y a la cocaína.
Como si fuera un artista de cine o televisión, El Negro Durazo siempre estuvo rodeado de la élite del show business nacional. En su mansión de la ciudad hacía grandes fiestas y todos los personajes de la televisión mexicana querían estar allí, como Luis Miguel, a quien –dicen los rumores– le financió su primer disco. También dicen que El Negro regalaba centenarios a sus amigos con una leyenda grabada que decía “del General Arturo Durazo”. Era el souvenir con el cual sus invitados recordarían la velada.
Muerte política
Sí, El Negro era un auténtico rockstar, sólo que éste no murió de sobredosis por consumir drogas; su muerte fue política, encausada por su megalomanía; hasta que el gobierno entrante de Miguel de la Madrid lo investigó, persiguió y encarceló bajo la euforia de la Renovación Moral. El entonces presidente buscaba sanear las finanzas públicas, además de limpiar la imagen de su gobierno, que fue clasificado como uno de los sexenios mas grises de la historia nacional.
Por lo tanto, a Durazo le fueron decomisadas todas sus propiedades. La mansión del Ajusco –que contaba hasta con un galgódromo-, trataron de convertirla en un museo de la corrupción, proyecto que no prosperó. Mientras tanto, el Partenón pasó a ser propiedad del Municipio de Zihuatanejo y fue embargado por no pagar impuestos, convirtiéndose en un elefante blanco que diariamente nos recordará hasta dónde puede llegar la clase política por su hambre de poder.
Así, bajo ese bizarro acontecer histórico, pedí informes acerca del Partenón en el lobby del hotel en donde me hospedaba. La recepcionista me dijo que se encontraba a sólo unas cuadras del resort, y si lo deseaba, me podía acompañar.
Como si se tratara de un tour contratado, salimos del hotel con un par de botellas con agua para refrescarnos de un agobiante calor que llegó a los 40 grados centígrados. Caminamos sobre la avenida escénica La Ropa, hasta llegar a un entronque con un camino que parece abandonado por los años, y hace pensar que el único vehículo que transita pertenece al ejército, que eventualmente sube con sus camionetas para resguardarse del calor.
Al llegar quedo sorprendido por la monumental reja que limita el paso. Es idéntica a la que se encuentra en el acceso principal del Bosque de Chapultepec. Incluso, dicen que la ubicada en la ciudad de México es una réplica que mandó a hacer El Negro después de desmantelar la original para instalarla en ésta, su “humilde” casa de playa.
Allí se aparece Don Alejo, el vigilante, quien de manera hostil nos dice: “¡Qué chingados hacen aquí! Ésta es propiedad privada, si no se van, llamaré a la policía.” Antes de que continúe le comento que necesito entrar, que a cambio de ello le daré una propina.
Sin dudarlo pero a regañadientes, el vigilante abre la puerta y señala: “Mínimo denme 200 pesos y no tarden mucho, que luego llega el gobierno y me regaña”.
Apresurados, entramos sin titubear. Desde el acceso veo estatuas de tipo romano que parecen dar la bienvenida, todas están sin cabeza, a pesar que algunas de ellas fueron hechas por el maestro Gabriel Ponzanelli.
Conforme caminamos, admiro la arquitectura de este palacio que simula una Acrópolis griega, lo que me hace pensar que fue ideal para sostener el espíritu narcisista del general Durazo, quien constantemente repetía la frase: “Todos ambicionamos a ser alguien”, demostrando que también él era un símbolo de la demencia del poder y la impunidad, aunque también un personaje venerado y añorado por algunos.
Un viaje en el tiempo
Pero lo más bizarro apenas comienza. Tras cruzar el recibidor llegamos a la sala principal, un lugar que hace imaginar que el visitante ha subido a una máquina del tiempo para llegar a un antiguo templo romano. Sólo faltaría que los candiles realmente estuvieran encendidos y las grandes viandas circularan, tal y como sucedió con un par de fiestas que organizó el general.
El hall ha sido cubierto por la maleza. Apenas se descubre la entrada principal que conduce a un pasillo formado por columnas dóricas de diez metros de altura. Aquí me vienen a la mente algunos capítulos del libro Lo negro del Negro, que escribió su escolta y traidor, José González González, donde afirma que el Partenón fue construido por más de mil hombres, todos ellos miembros de la policía del Distrito Federal que en su momento trabajaron como albañiles para transformar este terreno de 20 mil metros cuadrados, el cual, se cuenta, fue arrebatado a ejidatarios.
Ya en el pasillo quedé sorprendido por la enorme mesa de mármol, tallada en una sola pieza, donde seguramente las rocas de cocaína eran partidas para que la concurrencia inhalara grandes dosis de la misma, o en su defecto, para que las prostitutas bailaran al ritmo de las olas de la playa La Ropa, que se alcanza a ver desde aquí.
Como todo nuevo rico, el mal gusto se hace presente en las paredes que fueron adornadas con pinturas que pretendían copiar murales griegos o romanos. Hoy intervenidos por uno que otro vago que hace alusión al puro folclor mexicano, mientras que al centro de la sala se alcanza a ver una base en donde se supone se levantaba una escultura de bronce, también hecha por Ponzanelli. Quizás, esa obra la vendieron como fierro viejo para pagarle al cuidador o se encuentra en la sala de algún político que tenía como mentor a nuestro personaje en cuestión.
Continúo caminando hasta descender por una escalera para llegar a la alberca, que ahora está inundada de aguas putrefactas. Junto a la alberca también se ve lo que queda de una discoteca, que aún muestra las instalaciones eléctricas que soportaban el sistema de iluminación y el equipo de audio.
La ruta de escape
Desde aquí compruebo que el Partenón sigue dominando el horizonte de esta región de Guerrero. Abajo se alcanza a ver la playa, a la que se puede llegar mediante un túnel que mandó a construir el mismo general, esto con la finalidad de contar con una ruta de escape para evitar ser visto por su esposa –la única persona a la que le tenía temor– cuando, a manera de operativo, le cayera de sorpresa en sus orgías.
Sin embargo, contrario a lo que se cree, el Partenón no pudo ser disfrutado por El Negro. Al ser erigido en 1982 –el último año del sexenio de López Portillo-, se sabe que apenas organizó un par de fiestas, por lo que no pudo darle el uso que hubiese deseado a las cuatro recámaras que contaban con espejos en el techo y camas colgantes, así como pinturas con motivos clásicos que colgaban de los muros, todas ubicadas en un segundo piso.
Como si fuera el final de un recorrido guiado, el velador nos grita a todo pulmón: “Vámonos, se acabó la visita”. Tomo la última foto y me dispongo a salir, no sin antes recordar, con tristeza, que contrario a lo que aprendí en los libros de texto de aquella época ochentera acerca de los héroes nacionales, en la vida real, por lo menos en México, siempre ganan los villanos. Y para prueba este lugar que ha sido bautizado por la memoria colectiva como el monumento a la corrupción.
Pero a lo largo del país pululan otros tantos Negros que siguen gozando de los beneficios del uso indebido de su posición bajo la complicidad de un régimen corrupto.
Y si pensamos que los excesos terminaron con la llegada de nuevos gobiernos sólo hay que analizar: ¿Cuántos Partenones habrá más por ahí? ¿Los Madrazo, los Hank, los Figueroa, los Montiel, los Deschamps, los Gordillo? Sin duda muchos más podrían contribuir para la colección de un hipotético museo de la corrupción.
Artículo publicado en la Revista PlayBoy edición de Diciembre de 2013; escrito por PEPE TREVIÑO
Fotografías del sitio www.zihuaenfoque.com
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