Eliot Panzacola
En 1958 seis estudiantes norteamericanos del Mexico City College viajaron al puerto de Acapulco para disfrutar de las vacaciones de Semana Santa. Conducían un coche negro Ford 58 con placas de los Estados Unidos. Tomaron la carretera México-Acapulco que, desde 1931, daba libre paso a todo aquel que se aventuraba hasta la bahía acapulqueña. Es fácil imaginar al Ford 58 atravesando pueblos de la geografía guerrerense: Taxco, Iguala, Zumpango del Río y Chilpancingo. En aquellos años no era novedad ver un auto del año recorriendo la avenida Costera Miguel Alemán del puerto de Acapulco. El balneario se había convertido en un destino de fama mundial pues, artistas nacionales e internacionales, políticos y multimillonarios hicieron del lugar un paraíso tropical.
Fundada en 1940 el Mexico City College -ahora Universidad de las Américas de Puebla– fue originalmente un colegio universitario de habla inglesa en la Ciudad de México. Los estudiantes Mike Johnson, Tom Held, Bill Jagonda, John Freeman, Jim y Dick Wilkie no sólo pasaban el tiempo en las playas de Acapulco, también se desplazaban a otros destinos cercanos.
[…]la mayoría de nuestras vacaciones escolares no se pasaban tranquilamente en Acapulco, sino que se excursionaba o se viajaba a lugares apartados. Durante las vacaciones de primavera de marzo de 1958, después de leer que finalmente se había abierto un camino “para todo clima” hacia Zihuatanejo, seis de nosotros lo convertimos en nuestro principal destino [… ] leímos un artículo periodístico que nos alertó sobre el viaje “dependiendo de la temporada, de mayo a noviembre, los ríos son extremadamente altos y difíciles de cruzar, especialmente el río Coyuquilla, Petatlán y el de las Cuevas* con la novedad de que uno se pueda quedar estancado por lo menos un día por tratar de cruzarlos”. Afortunadamente, todavía estábamos en la llamada temporada de secas cuando el paso no es fácil pero sí posible si el conductor tiene ayuda para cruzarlos.[1]
En esos años la vegetación se desbordaba a lo largo de la Costa Grande. Casas de bajareque con techos de palapa salían al encuentro de aquellos que se aventuraban por caminos improvisados. Las palmeras eran una especie de brújula vegetal que permitía al extraño tener la sensación de que iba por el camino correcto.
En nuestro viaje, descubrimos que esta “nueva carretera” se desvanecía en senderos estrechos y polvorientos después de cruzar el río Coyuquilla y, todavía, nos quedaba 80 km de nuestro destino. Esos kilómetros finales involucraron cruzar otros cuatro ríos con agua en el auto y todas las manos empujándolo. Entre otros cruceros, luchamos por no perder el camino entre los senderos de ganado del campo y los que conducen fuera de los pequeños pueblos. Una cosa era evidente: la gente era la más amigable que habíamos visto en México. Saludaron, gritaron y recibimos su ayuda en el camino, maravillados con el Ford 50´s que conducíamos como auto nuevo**.[2]
El sábado por la tarde llegaron a Zihuatanejo. La bahía, de arena blanca y oleaje suave, se abría espléndida. El calor todavía no era tan agobiante. Estacionaron el auto a un costado del jacal de bajareque y techo de teja improvisado como oficina de policía. Algunos pobladores que se percataron del arribo del vehículo se detuvieron asombrados. Los estudiantes esperaron más de media hora al representante del orden público quien les dijo que estaba preocupado por su seguridad y que había decidido asignarles un policía armado para que los acompañara. Los sábados por la noche algunos pobladores se reunían a beber hasta emborracharse y no faltaba nunca un comentario malintencionado que desencadenaba una pelea a punta de machete.
Pensamos que tener un guardia con nosotros no era una mala idea, especialmente después de ver a algunas personas bebiendo en la cantina principal del pueblo […] cuya estructura estaba conformada por un piso de tierra, ramas de árboles como paredes y vigas de madera que sostenían un techo endeble. Era como el salvaje oeste de las películas de vaqueros estadounidenses de los años veinte. Pero tuvimos una cosa fuertemente a nuestro favor mientras estábamos en esta cantina: John Freeman tocó rock and roll con su guitarra para la multitud, mientras que varios de nosotros cantamos blues y rock. Ninguno de la multitud entendía nuestro español […] un hombre entre los campesinos se destacó muy por encima de los demás por su tamaño y aspecto feroz. Parecía tener más de 1.80 m y, en rasgos faciales, una mirada de Boris Karloff. Estaba tan impresionado que no recuerdo haberle quitado los ojos de encima en toda la noche. Para hacer las cosas potencialmente más siniestras, parecía que no hablaba ni una palabra de español, o quizás ningún idioma, sino que utilizaba fuertes sonidos guturales cuando intentaba comunicarse. Los otros campesinos parecían diferir de él y mantenerse fuera de su camino, por lo que la mayor parte de la noche la pasamos en nuestra mesa. Era evidente que le gustaba nuestra música, ya que se reía con frecuencia y mostraba su aprobación al beber las cervezas Carta Blanca que le servían. Recuerdo que sus manos eran tan grandes que cuando agarró el vaso de cerveza, parecía estar bebiendo de su puño gigante. En todo mi tiempo en México nunca vi una persona más colorida y fascinante.
Al parecer, cuentan algunos antiguos pobladores, que en la bahía se podían ver grandes peces como el temido tiburón y el pez vela. Fue hasta que llegaron las lanchas con motor y la pesca desmedida que estas especies, poco a poco, se fueron alejando de la bahía para perderse mar adentro.
La playa cerca de este pueblo de pocas calles no era un buen lugar para nadar, por lo que contratamos un bote para ir al otro lado de la bahía, a la playa más hermosa que hemos visto en México: Las Gatas. Fue allí donde el exuberante follaje de la selva descendió para encontrarse con la arena blanca, que bordeaban las suaves aguas verdes de un rincón resguardado en el lado de la bahía del banco de palmeras que se arqueaba desde la orilla. Las olas del océano se estrellaron a cien metros del punto sobre un arrecife de coral que protegía esta ubicación mágica […] antes de salir de la playa esa tarde, mientras buscaba un “soplo de colores”, John Freeman pisó un erizo de mar. Media docena de púas perforaron la piel de la palma de uno de sus pies y, su veneno tóxico, le causó fiebre por un día y un gran malestar de una semana o más. Las púas fueron extraídas gracias a la ayuda de una pareja nativa que vivía cerca de la playa […]
Los estudiantes norteamericanos del Mexico City College: Mike Johnson, Tom Held, Bill Jagonda, John Freeman, Jim y Dick Wilkie nunca regresaron a las playas de Zihuatanejo pero, seguramente, alguno de ellos soñaron alguna vez que, en la playa Las Gatas, la más hermosa de todo México -según James Wilkie-, el progreso desenfrenado no ha deteriorado el entorno y que el exuberante follaje de la selva todavía desciende para encontrarse con la arena blanca.
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